En la historia reciente de Argentina tenemos sobrados ejemplos de las disputas entre grandes poderes económicos y el poder unilateral del Estado. El recorrido podría comenzar mucho antes, pero sin duda hay un episodio que marcó un camino de ripio para los sucesivos gobiernos nacionales: la 125 y el lockout del campo del 2008.
El reclamo agroexportador desde entonces se sentó en las mesas de las familias argentinas sin demasiado contenido, salvo en aquellas directamente afectadas por la tenencia de hectáreas de producción; y el problema fue que en más de una oportunidad el debate se valió de las vivencias cotidianas por la ausencia de productos y el correspondiente aumento de precios, ante la falta de stock.
Se ve claramente cómo entra en juego una colisión de derechos. Por un lado, la libertad de comercialización de los productores y exportadores, y por otro las necesidades básicas de los consumidores de a pie, sobre todo los más vulnerables, que ven afectados directamente los productos de la Canasta Básica. Para ellos, ante la falta de empatía y entendimiento, un lock out sólo implica sometimiento y pérdida de cualquier intento de igualdad social.
La solución entonces, con lectura histórica, no puede basarse en sentencias y castigos del Estado, y la respuesta tampoco puede ser el desabastecimiento inescrupuloso del resto de la población argentina. La respuesta debe ser política, y para eso se necesitan tomas de decisiones firmes y concretas. Hay un problema clave, que es la colusión en las cadenas de comercialización sumado a la inacción del Estado para controlarlos. Pero ese control no puede ser automático, debe estar mediado por las diferencias entre las empresas, para que sean equitativos y no asfixiantes.
La ley de góndolas es una de estas medidas que aporta a la equidad de productos y presenta variabilidad de marcas y de precios, abriendo camino a la incorporación de productos artesanales y de la economía popular que no suelen conseguirse en todos lados, para que haya mayor diversificación de productos. Eso mejora la competencia y da opciones alternativas a los consumidores, siempre y cuando se implemente de manera adecuada y vaya de la mano de salarios que al menos aumenten al compás de la inflación.
La necesidad del Estado de obtener divisas, no puede ser el único motivo de protección de los derechos de los consumidores y de los productos esenciales, debe haber una estrategia a largo plazo que los defienda, sin amedrentar la producción y sin que el único objetivo sea el redito estatal, el rédito debe ser de todos los sectores afectados equitativamente, priorizando el abastecimiento nacional.
Sin duda, el primer paso debe ser la promoción de las exportaciones desde el propio Ministerio de la Producción, para que el Ministerio de Economía pueda sostener y recaudar a través de retenciones impositivas que permitan equilibrar el fiel, y sin duda debe haber una separación de organismos que hoy se encuentran nucleados bajo la órbita del Ministerio de la Producción y que deben ser autónomos, descentralizados e independientes políticamente.
Hablo exactamente de la Secretaría de Comercio interior, para garantizar la comercialización interna de los productos y servicios; la Dirección de defensa de la competencia y la lealtad comercial; y el organismo de Protección del derecho de los usuarios y consumidores, para que converjan en una articulación que dé armonía en tanto control de productos, precios, abastecimiento y ganancias.
El equilibrio entre los derechos, la rentabilidad y las necesidades debe hacerla el Estado sin caer en avisos con daños colaterales. Este problema no es nuevo, ni de este gobierno o el anterior: es un problema de Argentina desde hace más de 100 años: al aumentar el precio de las exportaciones de los bienes primarios, aumenta el valor en la mesa de los argentinos, sin que aumenten igualmente sus ingresos. La disgregación es necesaria, pero es más necesario e imperioso, el aumento salarial de los trabajadores parar que puedan ejercer como consumidores y así poner en marcha la economía nacional.